12/12/2019

El trastero de la Navidad

Por Pedro Lechuga Mallo

Todos los años me ocurre lo mismo. Primero es la llegada de esos meses en los que pasamos a ver el mundo con unos ojos aquejados de cataratas debido a la neblina que nos rodea y que se convierte en una fina tela que cubre edificios, árboles, vehículos e incluso personas. Luego los estímulos visuales se acentúan con la llegada de los olfativos. Es inconfundible ese olor a calefacción engullendo carbón y madera para dar un calor reconfortante a los moradores de esas casas que todavía se resisten a dar paso a la modernidad del gasoil o del gas ciudad. Esas chimeneas escupiendo humo desde lo alto del tejado parecen locomotoras gigantes a vapor detenidas en la estación, a la espera de un fuerte silbido que anuncie el inicio de su marcha.

La niebla y el humo nos recuerdan que estamos acercándonos a uno de esos momentos del calendario que nos enfrentan al paso inexorable de las agujas del reloj de la vida. Y no me refiero al mero trascurso de los años cada vez que el calendario nos marca la fatídica fecha de nuestro cumpleaños. Es algo mucho más trascendental. Hablo de una celebración que cada vez que llama a nuestra puerta nos recuerda que ya hemos sido víctimas de ese rito iniciático después del cual dejamos de ser niños para convertirnos en adultos, o lo que es lo mismo, abandonamos la ilusión y la magia para asentarnos en la tristeza y en la mediocridad.

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