08/05/2020

El club de la comedia distópica

Por Pedro Lechuga Mallo

No sé ustedes cómo llevarán eso de las salidas controladas por el doble reloj de la vida, el que se puede consultar en las manillas de la fecha de nacimiento del DNI y el que llevamos atado a la muñeca. En mi caso, el salir de la pecera de cemento y ladrillo de mi casa me provoca cierto desgaste mental. Mientras voy caminando observo a las decenas de personas que deambulan a mi alrededor y me entran ganas de frotarme los ojos para descartar que estamos viviendo en una distopía. Pero como es desaconsejable tocarse los ojos con las manos, no tengo más remedio que aceptar la supuesta realidad que está ante mis ojos y que es digna de una novela futurista y distópica. Y así sigo maquinando y pensando si seríamos capaces de acostumbrarnos a que esta excepcionalidad se convirtiera en normalidad. Es más, mi cabeza no descansa hasta que vuelvo a mi madriguera y dejo de ver zombies de entre 14 y 70 años arrastrándose por el asfalto.

Pero antes de refugiarme en mi morada tengo que poner en peligro mi integridad física, ya que con el codo empujo la puerta del portal, también con el codo llamo al ascensor y selecciono el piso en cuestión. Eso sí, reconozco que he intentado abrir con las llaves en el codo la puerta de casa pero no he sido capaz. No quiero ser agorero, pero tiene que estar por las nubes la prevalencia de epicondilitis. Pero esto no acaba aquí, luego toca el malabarismo para quitarte las zapatillas reduciendo al máximo las probabilidades de contagio, para lo que en ocasiones hay que hacer piruetas que no tienen nada que envidiar a las de los espectáculos de ‘El Circo del Sol’. De ahí al baño a lavarte las manos, a las que ya les quedan menos de cincuenta lavados para perder definitivamente las huellas dactilares.

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